Relatos

Un par de ejemplos de relatos del autor premiados en diferentes certámenes literarios:

CRISTINO Y EL HALCÓN ALERÓN

Primer accésit VI Concurso "Te lo cuento volando" 2012

CRISTINO Y EL HALCÓN ALERÓN


Esta es la historia de un halcón, pero no de uno cualquiera, ¡qué va!, sino de uno muy especial. Y también es la historia de Cristino, un niño tan especial como el halcón y que soñaba con ser un heroico caballero.

El halcón se llama “Alerón”. ¿Sabéis por qué? Porque trabaja en el aeropuerto y le gusta posarse en los alerones de cola de los aviones aparcados para descansar. ¿Cómo? ¿No sabíais que hay halcones que trabajan en los aeropuertos? ¡Oh, sí! Pero su tarea no es pedir tarjetas de embarque, ni transportar maletas, ¡y mucho menos servir de mascotas! Su misión es muy importante: consiste en ahuyentar a los pájaros que se aproximan a las pistas para que no choquen con las aeronaves, ¡sobre todo contra sus motores! ¿Os imagináis el porrazo que se daría un pájaro contra el fuselaje de un avión? ¡Buf, no quiero ni pensarlo!

Alerón acaba de cumplir doce años. Es una edad avanzada para un halcón, y se ha pasado gran parte de su vida asustando a los pájaros que se acercan al aeropuerto. Todos le temen. El único deseo de Alerón es ayudarles, pero las aves de la zona creen que es un monstruo malvado que quiere zampárselos. Por eso Alerón se siente solo y desdichado. Su único amigo es el cetrero que le lleva hasta las pistas cada día. El cetrero le conoce desde que rompió el cascarón. Le ha criado, le cuida un montón y es su entrenador. Le ha enseñado lo que mejor sabe hacer: proteger a las personas y a los pájaros. Cuando Alerón termina su jornada de trabajo le da un suculento pedazo de carne. Sólo le regaña cuando Alerón permanece sobre la cola de los aviones demasiado tiempo, como ahora. Sí, el cetrero le quiere mucho, pero ¡ay!, no es otro halcón. No puede contarle la tristeza que siente.

Sin embargo, mientras Alerón piensa en su soledad, un niño llamado Cristino acaba de llegar al aeropuerto. Cursa cuarto de primaria, es delgado como un alambre y tiene mucha imaginación. A Cristino le gusta crear mundos de fantasía allá donde va. Sobre todo, le fascinan las historias de caballeros medievales. Por eso, para Cristino, todo el recinto del aeropuerto se convierte en un castillo gigantesco: las instalaciones del aparcamiento son las cuadras para los caballos, el conjunto de fuentes frente a la terminal de pasajeros es un foso; las puertas correderas, los portones del castillo; la torre de control, cómo no, el torreón donde un temible dragón acecha para cometer alguna fechoría. Y la gran cantidad de gente que espera ante los mostradores o que se pierde por los larguísimos pasillos del edificio, son para él mercaderes, bufones, cortesanos y caballeros buscadores de fortuna. A su lado está su papá, que, por supuesto, sigue siendo su papá, aunque para Cristino se trata además de un Rey y, claro, él es el Príncipe.

—Papá, ¿puedo montar en el carrito de equipajes? — preguntó Cristino a su papá mientras esperaban en facturación a que les dieran las tarjetas de embarque—. ¡Porfa! ¡Parece una catapulta! ¿Y si lanzamos las maletas al piso de arriba como si fueran piedras?

—¡Ay, hijo mío! —exclamó el Rey, es decir, su papá—. A veces pienso que lees demasiados cuentos de aventuras. Puedes subirte al carrito… ¡pero ni se te ocurra lanzar las maletas a ninguna parte!

—Papá, eres un Rey sabio y prudente —sentenció Cristino.

Y así fue cómo Cristino se presentó ante el arco detector de metales cabalgando a lomos del carrito de equipajes y utilizando la cartera de su padre como si fuera un escudo. Cuando tuvo que cruzarlo, los guardianes de los aposentos principales del castillo le indicaron amablemente que bajara del carrito. Le contaron que el detector servía para que ningún malvado pudiera esconder un arma y hacer daño con ella a alguien en el aeropuerto. Cristino, cual Príncipe apuesto y educado que era, obedeció enseguida. Después se dirigieron a la sala de embarque, llena de grandes cristaleras que permitían contemplar la zona de estacionamiento de los aviones. Cristino pegó su nariz a un ventanal. Se imaginó que aquel espacio era el patio del castillo, y que los aviones no eran sino las carrozas de los invitados. Entonces miró hacia el cielo y notó a faltar algo en él. Tiró de la manga a su papá y le preguntó:

—Oye, papi, ¿por qué no hay ningún pájaro volando?

Su papá apartó la vista de su portátil y lo pensó unos segundos. La verdad, queridos amigos, es que no lo sabía, al igual que muchos otros adultos (aunque vosotros sí conocéis el secreto, ¿eh?). Finalmente, el papá de Cristino aventuró una respuesta:

—Quizá les moleste el ruido de los motores.

Cristino volvió a mirar hacia las pistas, inquieto. Como la respuesta de su papá no le convencía, se inventó una:

—Pues yo creo que el terrible dragón que se esconde en la torre ha salido a dar una vuelta y los ha espantado.

—Entonces ten cuidado, no sea que vaya a por ti —le dijo su papá poniendo cara de monstruo. Estaba muy orgulloso de la imaginación de Cristino.

—¡Míralo, papá, allí está! —gritó de repente Cristino, señalando hacia el avión en el que debían embarcar. Muchos de los pasajeros que esperaban miraron hacia donde señalaba Cristino.

—¿El qué? —preguntó confundido su papá— ¿Qué has visto?

—¡El dragón! ¡Está posado en la cola! ¿No lo ves?

El papá de Cristino miró en la dirección que señalaba el dedo de su hijo y… ¿Sabéis a quién vio? ¡Sí, señor! Ni más ni menos que al halcón Alerón afilándose el pico en la cola del avión.

—Uau, parece un halcón —dijo su papá poniéndose la mano sobre los ojos a modo de visera—. Pero, ¿qué hace ahí?

—¡Es un dragón! —insistió Cristino—. ¡Mira cómo despliega sus alas! Seguro que ahora escupe fuego por su boca.

Antes de que su papá pudiera contestar, una chica de uniforme reclamó su atención y la de los demás pasajeros. Les explicó que la pasarela que conectaba la Terminal con el avión había quedado fuera de servicio. Tendrían que bajar a pista para subir a la nave.

—Jo, papá, yo quería ir por el pasadizo —refunfuñó Cristino.

—“Pasarela”, no “pasadizo” —le rectificó su papá—. También se le llama “finger” —dijo, poniéndole un dedo en la nariz—. En los aeropuertos hay mucho personal trabajando para que todo funcione bien, pero aún así las cosas a veces se estropean, Cristino.

—Vale, papá, pero es un castillo, no un aeropuerto.

—Ah, sí. Se me había olvidado —le concedió riendo su padre cuando salían ya al exterior.

Sobre la pista, un montón de personas y vehículos iban de un lado a otro. El suelo estaba lleno de líneas pintadas, como en el patio de su cole. Cristino siempre las confundía. ¡Si le sucedía lo mismo al acompañante que les guiaba, igual se equivocaba de avión y acababan en la otra punta del mundo! Esa sí que sería una aventura guay, pensó Cristino. Entonces un extraño cochecito en el que unos señores con chalecos amarillos movían señales con la mano pasó a unos metros de él. Uno de ellos le saludó y Cristino se ruborizó, porque en el fondo era un niño muy tímido.

—Si te pones colorado con los habitantes del castillo, ¿qué pasará cuando conozcas a tu Princesa, hijo? —le preguntó su papá.

Cristino se puso aún más colorado y al acercarse a la escalerilla del avión pensó “¡tengo que portarme como un caballero valiente y decidido!”.

Y mientras Cristino reflexionaba sobre el significado del valor,

Alerón oyó la llamada de alerta del cetrero.

—¡Hucho, Alerón, hucho! ¡Hacia el Oeste, campeón!

Una bandada de gaviotas estaba a punto de invadir la pista de despegue en la dirección que había indicado el cetrero. Alerón no dudó ni un segundo. Saltó de la cola del avión y se dirigió como un cohete hacia ellas dispuesto a dispersarlas y evitar así un percance.

—¡Eh, fuera de aquí! ¿No veis que os podéis hacer daño si seguís en esta dirección? —les advirtió con el graznido más terrorífico que pudo lanzar.

Al oírlo, la bandada se asustó y rompió su formación. Cada gaviota iba por su lado. Muchas dieron media vuelta y se alejaron de las pistas rápidamente. Alerón estaba satisfecho. Había cumplido una vez más con su deber. Pero cuando planeaba para regresar al brazo del cetrero, avistó un par de gaviotas despistadas volando muy bajo, entre los vehículos auxiliares que circulaban por la pista despegue, acercándose peligrosamente a los aviones.

“¡Oh, no!” —pensó Alerón—. “Estas gaviotas empanadas no se dan cuenta del riesgo que corren. ¡Tengo que sacarlas de ahí!”

Alerón inició un picado sobre la pista de despegue, sus alas abiertas de par en par, mostrando claramente sus afiladas garras. —¡Aaaaah! —gritaron las dos gaviotas al unísono— ¡Que viene el monstruo!

Ay, amigos, ése era el destino de Alerón: ser considerado un monstruo cuando en realidad su misión consistía en proteger a las aves y a las personas. Pero en esos momentos, el gran halcón sólo pensaba en alejar a las gaviotas de las pistas. Por eso aceleró aún más su vuelo hacia ellas.

Cristino estaba a punto de subir al primer peldaño de las escalerillas del avión cuando oyó unos sonidos terribles que llenaban el aire. Sólo había oído algo parecido en las pelis cuando salía el malo. Cristino miró hacia atrás y vio a dos gaviotas sobrevolando las pista y tras ellas… ¡la silueta aterradora e inmensa del dragón que antes descansaba sobre la cola del avión, dispuesto a comérselas!

“Debo ser valiente”, se recordó Cristino. Y, soltándose de la mano de su papá, salió corriendo en dirección a los tres pájaros.

—¡Cristino!¡Vuelve aquí! ¿Dónde vas? —gritó su papá.

—¡A salvar a las gaviotas del dragón!

Cristino corrió como una centella tratando de alcanzar a las aves. Ni se dio cuenta que penetraba en la zona reservada al paso de vehículos. En ese momento, el dragón giró su cabeza y le miró. A Cristino le pareció que sus ojos brillaban como ascuas. Y, con un chillido escalofriante, cambió su rumbo… ¡dirigiéndose directamente hacia él!

Cristino se detuvo, paralizado de miedo. Dejó de oír a su papá y el fragor de los vehículos que circulaban por la pista. Sólo podía ver el pico curvado de la rapaz y sus garras brillando como el filo de un cuchillo acercándose a él a toda velocidad.

Oyó un rugido a su lado más fuerte que el de cien dragones juntos. De reojo, Cristino se dio cuenta de que la enorme masa de un remolcador de aviones se le venía encima. ¡El conductor no había visto a Cristino y estaba a punto de atropellarle!

Entonces, el viejo Alerón se abalanzó sobre el parabrisas del vehículo. El impacto fue tremendo. El conductor se llevó un susto tan grande que frenó instantáneamente. Cristino, pálido como la cera, vio cómo el camión se detenía apenas a unos palmos de él. ¡Se había librado por poco de un grave accidente!

Cuando Cristino recuperó la respiración, vio que el animal yacía quieto sobre el pavimento. Ya no era un dragón monstruoso, sino un pájaro bellísimo, un halcón, como había dicho su papá, que le miraba con sus ojillos casi cerrados. Cristino comprendió que aquel halcón le había salvado la vida. Se inclinó para acariciar su plumaje suave. El ave pareció sonreír con su pico entreabierto.

—¡Dios mío, Cristino! —exclamó su papá, que le había alcanzado—. Lo que has hecho ha sido una locura, hijo. Gracias al cielo que el halcón ha chocado con el camión.

—¡Lo ha hecho para salvarme, papi! —sollozó Cristino, sintiéndose culpable y muy apenado por el halcón. Sus ojos se le inundaron de lágrimas— ¿Se va a morir?

—¡No! —aseguró un señor que apareció tras ellos de la nada. Llevaba el brazo derecho cubierto por un guantelete—. Sólo está aturdido. ¡Hucho, Alerón, Hucho!

Aquella palabra tan extraña tuvo un efecto mágico: el halcón empezó a aletear y sacudirse, haciendo tintinear el cascabel que llevaba colgando. Finalmente se incorporó y de un salto, ¡zas!, se colocó sobre el brazo del cetrero, que les explicó quién era y qué hacía allí. Cristino les contó, aún entre lágrimas, por qué había corrido tras las gaviotas. Su papá le dijo que no debía confundir más la valentía con la imprudencia y le perdonó. El cetrero acabó revolviéndole el pelo a Cristino junto con su papá y el halcón lanzó un graznido alegre. ¡Cristino había recuperado su honor y había entendido lo que era ser valiente viendo cómo había actuado el halcón!

—Yo sé por qué se llama Alerón —le dijo Cristino al cetrero. Le gustaba presumir de las cosas que sabía, como a todos los niños—. Es porque suele posarse ahí, ¿a que sí? —afirmó señalando la cola del avión al que iban a subir.

—Tienes razón, Cristino. Y es hora de que descanse de verdad. Su espectacular acción será la última en el aeropuerto. Ya nunca volverás a ser el malo de la película, Alerón.

Al oír esas palabras, Alerón se sintió más feliz que nunca. Las gaviotas le vitoreaban desde el cielo. ¡Por fin comprendían que nunca había sido un monstruo! Contempló a Cristino en lo alto de la escalerilla despidiéndose de él. Junto a él estaban su papá, los auxiliares de vuelo e incluso los pilotos. Todos le aplaudían. ¡A él, al halcón Alerón, el más valiente y bueno de todos los halcones!


LA EQUIVOCACIÓN EN DIRECTO



RELATO GANADOR


IX certamen “Mujeres, sujeto u objeto en los medios de comunicación”


“Me ofrecieron quinientos euros por semana y acepté. Ése fue el principio.

Dijeron que instalarían varias cámaras en todas las habitaciones de mi casa, que el programa sería una especie de Gran Hermano centrado en la vida cotidiana de una sola familia. Mi condición de madre abandonada por su marido y a cargo de dos hijos hizo que me eligieran entre decenas de miles de candidatos y candidatas. Una situación difícil y la superación personal que conlleva atraían a la audiencia, me explicaron. No supe si tomármelo con orgullo o con resignación. Poco importaba: en aquel momento mi ex hacía un trimestre que no me pasaba la pensión de los niños y nos veíamos obligados a subsistir con mi miserable sueldo de administrativa. Para nosotros, quinientos euros a la semana era una pequeña fortuna.

Se comprometieron a respetar nuestra intimidad. Bueno, nuestra intimidad más íntima, por decirlo así. No habría cámaras en los baños, aunque sí micrófonos. Tampoco nos enfocarían directamente en nuestras habitaciones. Fue curioso constatar la velocidad con la que las personas nos acostumbramos a cualquier cosa.

El programa empezó a emitirse. No sólo todo lo que hacíamos en casa era observado por los espectadores, sino que siempre había un equipo de TV preparado para seguir nuestros pasos en directo cuando salíamos. Estábamos en el aire las veinticuatro horas del día, y lo único que debíamos hacer consistía en actuar con la mayor naturalidad posible, nada más. Así de fácil.

Al cabo de tan solo dos semanas ampliamos el contrato. Me informaron de que la audiencia femenina sobrepasaba cualquier expectativa y que nuestras aventuras daban mucho de qué hablar entre hombres que hasta entonces nunca se habían enganchado a este tipo de realities. Por lo visto, algunos querían aprender de mí, mientras que otros me utilizaban como excusa para abdicar de sus responsabilidades en sus propios hogares. Me dijeron que me estaba convirtiendo en un “fenómeno sociológico”. Yo no sabía qué significaba eso. Si quiere que le diga la verdad, lo único que me impulsó a continuar fueron los dos mil euros que me ofrecieron por semana, más de lo que yo ganaba en mi trabajo en un mes entero. A cambio, debíamos introducir en nuestro hogar publicidad encubierta: consumir determinadas marcas de comida, lucir cierta ropa, intercalar en nuestras conversaciones algún comentario aparentemente improvisado sobre la bondad de nuestros patrocinadores. Todos los gastos estaban pagados. Mi casa empezó a parecerse a la exposición de unos grandes almacenes, y yo comencé a tomarle gusto al tinglado.

Un mes después el éxito era tan completo que la cadena de TV decidió contratar a otras familias para introducir más diversidad en el programa, transformándolo en un concurso. La familia que más votos cosechara entre la audiencia al final de la temporada obtendría un suculento premio final. Ahora ya no bastaba con vivir bajo una lupa invisible, sino que debíamos competir. ¿Pero qué tipo de competición era aquélla? ¿Cuál era su objetivo? ¿Ser más alegres, más encantadores, más originales, más modélicos, más… qué? ¿Televisivos? Sea como fuere, la competencia trajo consigo las recomendaciones: comprar consolas y portátiles a los críos, planificar todos los fines de semana al detalle, viajar a los destinos que nos proponían con el fin de convertirlos en una moda… Debíamos ofrecer una imagen moderna y activa para evitar nuestra eliminación. Del programa, se entiende. Una de las sugerencias fue que me pusiera en contacto con mi ex para reconciliarnos. Me lo propusieron sin preocupación alguna por mis sentimientos o por cómo afectaría su regreso a los niños. Simplemente me aseguraron que daríamos un golpe de efecto enorme y batiríamos récords de audiencia. Mi ex era un capullo egoísta, pero aún así intenté localizarle. No tengo excusa, lo sé. El share era para mí la bolsa de valores de mi vida en aquellos días agotadores. Por suerte o por desgracia, no lo conseguí. Un amigo suyo me dijo que se había marchado al extranjero. Quizá no me crea, pero me sentí como si me hubiera dejado tirada por segunda vez.

El ambiente en casa se enturbió. Los niños aprendieron a desobedecerme y se encaprichaban por cualquier cosa, y yo no podía negarme a sus deseos: hacerles llorar ante millones de telespectadores nos restaría apoyo popular. Tuve que multiplicarme en casa y en su colegio, donde empezaban a tener problemas de convivencia. Sin embargo, mi omnipresencia y abnegación aumentaron nuestro porcentaje de votos, situándonos como líderes de las familias con más simpatizantes. Nuestro caché alcanzó los 5.000 euros semanales.

La gente me reconocía dondequiera que fuese. Era invitada a decenas de actos sociales. Renuncié a mi anterior trabajo y cambié mis amistades por otras más glamourosas. Me obsesioné con mi apariencia y mi comportamiento. Me convencí de que merecía de lo bueno lo mejor. Sin embargo, cuanto más perfecta quería ser, más imperfecta me veía. Comencé a padecer insomnio.

Prácticamente sin advertirlo, mis hijos se habían autoproclamado señores feudales de mi hogar, y yo les rendía un vasallaje inconsciente. Mis nuevas “amistades” se me pegaban como lapas y aprovechaban mi tirón para hacerse un hueco en otros programas. Cuando su popularidad se consolidaba, me dejaban de lado para criticarme desde la impunidad de los platós. Incluso mi ex me llamó para anunciarme su deseo de regresar a casa, que había cometido un error y que aún me quería. Casi le creí. Cuando le dije que me negaba a volver a verle, me confesó que alguien del programa le había inducido a montar el numerito y acabó pidiéndome dinero entre sollozos. Qué patético.

No tardé en enfermar. La audiencia se desmoronó. El estrés, las crisis de ansiedad y un cuadro depresivo no venden. Se aproximaba la eliminación. Entonces se me ocurrió la idea. Mi gran idea. Simple y efectiva. A nadie se le había ocurrido antes.

Propuse que transmitieran mi terapia en directo. Supuse que el programa no tendría dificultades en hallar un psicólogo dispuesto a relajar su código deontológico. Así, todos seguiríamos ganando dinero. Yo desnudaría mi alma y lo que hiciera falta en abierto y el morbo de los televidentes haría el resto. Los productores se mostraron primero sorprendidos por mi audacia y después entusiasmados con las posibilidades del planteamiento.

Y aquí estoy, doctor.

Le veo un poco agobiado por las cámaras y los focos. No se apure. Como ya le dije, nos acostumbramos pronto a todo. En realidad sólo necesito que me responda a una pregunta: ¿por qué tengo tantas ganas de llorar, de gritar e incluso de desaparecer, doctor? ¿En qué me he equivocado conmigo y con mis hijos, si lo único que he hecho ha sido limitarme a copiar el modelo de vida que nos venden los medios de comunicación cada día?”


Acta del fallo del jurado:

Hoy día 13 de julio de 2010, se ha reunido el jurado del Certamen compuesto por:

Presidenta: Marta Torrado – Concejala de Bienestar Social e Integración

Secretario: Hilario Llavador – Secretario del Ayuntamiento de Valencia, asistido técnicamente por Carmina Busó, Jefa de la Sección Mujeres e Igualdad.

Vocales:

Paqui Méndez. Periodista, coordinadora del concurso Cortos por la Igualdad de la Caja Mediterráneo (CAM).

Enrique Mellado, Jefe de Sección de la Oficina de Información Municipal y de la web del Ayuntamiento de Valencia.

Rosa Mª Rodríguez Magda. Catedrática, doctora en filosofía, escritora, consellera del Consell Valencià de Cultura.

José Ramón García Bertolín. Periodista, jefe de Servicio del Gabinete de Comunicaciones del Ayuntamiento de Valencia.

Y HAN DECIDIDO ENTREGAR LOS SIGUIENTES PREMIOS:

Primer premio:

Narración “La equivocación en directo”

Autor: Javier Serra Vallespir